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domingo, 23 de mayo de 2010

El vértigo del peligro

El morbo de los toros alcanza uno de los momentos más brillantes de su historia. ¿Hasta cuando España fomentará esta ordalía de muerte?

El Ser humano es, según nos cuentan, el único animal que es consciente de la muerte y de su significado y sobre la muerte ha construido mucha parte de su cultura, religión y vida. En la muerte sublimamos multitud de sentimientos, de sensaciones y de aspiraciones personales; bien pensando en la muerte ajena o en la propia. Hablamos de muertes gloriosas y muertes heroicas; muertes trágicas o muertes liberadoras; como si la muerte de un individuo, ese último instante entre los vivos, pudiera cambiar el signo de todos los actos de la vida de un individuo.
La muerte se nos ha planteado de miles de formas distintas, en función de lo que la corriente dominante del pensamiento social indicara como adecuado en cada época: la muerte ha sido el final de todo o el principio de todo; ha sido el destino soñado o, por el contrario, el final de los idiotas que se dejaban matar en el campo de batalla.
¿Por qué la muerte y no la vida? Misterio, pero quizás la explicación se encuentre en la imposibilidad de escapar; de cambiar el destino. La vida se puede modelar, se puede diseñar, se puede construir conforme a los planes de los afortunados que consiguen labrar su destino, pero la muerte es un arcano que, salvo para el suicida, se nos oculta y nos huye: no sabemos cuando, ni como, ni siquiera sabemos si podremos anticiparla o llegará sin darnos cuenta.
Sobre la muerte se han construido espectáculos que tienen éxito en función directa de su cercanía. El primer éxito de las carreras de coches y motos se basó en los accidentes y en el riesgo; el circo y su más difícil todavía o lo que es lo mismo, cada vez más cerca de la muerte, también vivió épocas gloriosas en las que los trapecistas y domadores alimentaban el morbo de la invitación a la muerte.
Hoy en día la muerte todavía domina un espectáculo que nos coloca a todos en un tiempo lejano; en salvajes liturgias y sacrificios animistas. Los toros llenan sus gradas de gente que, vestida con sus mejores galas, festejan el riesgo y el morbo de la inevitable muerte: la del animal o la del hombre, pero la muerte siempre cumple y llega. En los últimos tiempos parece que el hombre ha desequilibrado la balanza en exceso y ese morbo, esa tensión, esa excitación primaria, ha dado paso a un aburrimiento de hierro que desespera a los fanáticos más puristas, esos que añoran otros tiempos más luctuosos aunque, de vez en cuando, la suerte les hace un regalo vestido de drama.
Esta semana, un torero se ha inmolado para seguir manteniendo la llama del morbo y la tragedia suspendido, -como si fuera un lechón en el gancho del carnicero- del cuerno de un toro que travesaba su mandíbula en una imagen espeluznante. ¿Podemos seguir festejando esta invitación a la muerte, esta liturgia bárbara que nos recuerda la existencia de nuestros peores instintos? Los tiempos avanzan y el ser humano se enamora de la vida negando la muerte como parte de sus vidas; nos espera una sociedad que quiere abandonar esos ritos ancestrales y los toros y su primario salvajismo se niegan a oír la inevitable llamada de los libros de historia. ¿Seremos nosotros los que veamos su desaparición? La verdad, me encantaría, pero me parece que ese privilegio lo tendrán nuestros hijos.

1 comentario:

  1. A mi el único aspecto que me disgusta en la tauromaquia es el escaso poder de decisión del toro sobre si salir o no salir a luchar en la plaza; todo lo demás es voluntariamente aceptado por las partes. Pero este disgusto es, digamos, tan pasajero como cuando hago conciencia por aquel pollo que fue al matadero por mi culpa, justo el día que pensaba que por fin venían por él para ponerlo en libertad, o el disgusto por aquella gamba de Huelva a la que pusieron más sal de la que el mar le daba. Bueno, la verdad es que me da más pena la gamba, esa gamba que entrando en la plancha se defendió dando un triple salto mortal y un doble tirabuzón en lo que en el mundo de la gamba de Huelva supone el nuevo récord mundial. Como no podía ser de otra manera murió en el centro de la sartén, con tal mala fortuna, que estaba la tapa puesta y no hubo cámaras que pudieran grabar. De esta proeza no se dio cuenta ni tan siquiera el pinche al que pidieron atender que no se salieran las gambas, únicamente el comensal sintió cómo lo empitonaban en sus adentros y lo cual, para más inri achacó a un brote de primavera.

    Con esto quiero decir que yo no quiero un mundo profiláctico. Me parece muy bien que quien quiera demostrar arrestos lo haga poniéndose delante de un toro en España, haciendo puenting con lianas en la selva, o surfeando olas titánicas entre arrecifes de coral en Hawai. Estas tradiciones son importantes ya que las proezas lo son aún más cuando se ven con perspectiva histórica pudiendo elevar a categoría de mito un desdentado. Persistir en la negación de estas referencias me parece renegar de uno mismo.

    La fiesta de los toros la indultaría de toda esta marea de civismo mal entendido, de nacionalismos impuestos y contrapuestos, de ecologismos urbanos, y de cualquier otra malformación social, así caigan 1 millón de toros, por la sola esperanza de volver a ver dentro de 100 años algo parecido a José Tomás en la plaza.

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