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jueves, 15 de julio de 2010

Para calentar la polémica


Argentina ya ha aprobado la ley que bendice los matrimonios homosexuales en los mismos términos que otros países, pero con un matiz: el primero en América del sur. Como el tema lo requiere, puntualizo: me parece perfecto que el matrimonio gay sea igual ante la ley; me parece perfecto – y lo he meditado mucho – que esos matrimonios puedan adoptar niños y desde luego, me coloco radicalmente en contra de cualquier tipo de discriminación, desprecio social o cualquier otra forma de catalogación ciudadana, tanto en positivo como en negativo. ¿Suficientemente claro? Vale, pues vamos ahora con la parte más polémica:
Me toca bastante las narices y me repugna esa especie de campaña o corriente, asentada fundamentalmente en las televisiones, que podría enmarcarse bajo el amable título de “ponga un gay en su vida”. Los pesos que este colectivo, tanto en la parte masculina como en la femenina, está teniendo en las series, programas, debates, guiones y demás, es absurda. Eso en lo cuantitativo.
En cuanto a lo cualitativo, la cosa ya es para cabrearse muy en serio. Veamos. Parece ser que, desde hace unos años, lo que mola, lo de verdad divertido, es ser gay y que lo heterosexual es aburrido, antiguo y poco moderno. Frases como “por probar no pasa nada y si no te gusta...”; pues hombre, si no te gusta ya te han puesto el culete mirando a la meca, lo cual no es del todo intrascendente.
La sexualidad tiene mucho de aprendizaje y de pura respuesta sensorial cuasi automática, así que es mejor no enredar demasiado con experiencias que pueden ser interpretadas por algo distinto de lo que realmente son. Por otro lado, aseguro que en el caso de que yo fuera homosexual tampoco estaría excesivamente feliz viendo la proliferación de plumas enloquecidas por programas, revistas, tertulias y demás foros.
Hace años tuve una muy desagradable experiencia tratando con un colectivo de lesbianas que se dedicaron a practicar abortos en las peores circunstancias sanitarias que imaginarse pueda y el discurso que sostenían no se aguantaba: somos dueñas de nuestro cuerpo y nadie está legitimado para obligarnos a tener hijos. Una demostración más de lo que es confundir el culo con las témporas, pues mi bronca se orientaba a los aspectos sanitarios de aquella práctica tercermundista y propia de sanadoras medievales que acababan matando a las pobres mozas preñadas. Hoy, esta afamada señora, dirige una clínica abortista que sale cada dos por tres en la TV. Espero que los quirófanos de esa simpar institución estén más limpios que aquellas colchonetas.
P.D. Alguno que va a leer esta entrada también se llevó un colocón con la historia.

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