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sábado, 4 de septiembre de 2010

Moralidad darwinista

Característcas físicas que desencadenan las elevadas conductas morales de sacrificio, amor, solidaridad, y protección que, para algunos, son exclusivas de la especie humana.
Sin ser un especialista de la teoría de la evolución o un etólogo avanzado, me hace gracia la simpleza con la que determinados núcleos de resistencia religiosa argumentan que no es posible entender las cuestiones morales sin “elevar” la mirada hacia los aspectos “espirituales” que nadie puede demostrar. Exactamente: “Pretender explicar la realidad de la libertad, del amor, del deber, etc. con base a interacciones materiales sería como volver, aunque con un aparato matemático muy sofisticado, a mantener tesis semejantes a las de los materialistas griegos”.
Desde mi época de estudiante defiendo que está pendiente lograr la última conquista de la evolución, esa que conecta la anatomía con la conducta ara terminar de construir un organismo competitivo y mejor adaptado. Hay un consenso más o menos amplio en cuanto a lo que las características físicas aportan al individuo, pero no se acepta que el comportamiento es otra herramienta tan sujeta a la mecánica de la evolución como la que más. Manejando un ejemplo muy simplista: nadie podría decir que un pico extraordinario para una función determinada si no hubiera un cerebro-conducta que supiera manejarlo de una forma adecuada. Fijemos la idea de que un buen martillo sin una inteligencia que lo maneje, no sirve de nada. ¿De acuerdo?
Si elevamos este tiro hacia las conductas “morales” más espirituales o, según la acepción de algunos, netamente humanas, podremos, conociendo las investigaciones sobre las conductas de nuestros primos más cercanos, darnos cuenta de que en todos ellos encontramos, en mayor o menor grado esas mismas conductas.
La evolución humana potenció al máximo dos herramientas fundamentales: la fuerza cohesionada del grupo y un cerebro enorme y desproporcionado que condiciona al máximo la dinámica y economía de ese grupo. Atendiendo a las exigencias cerebrales, recordemos que éstas determinan:
              un embarazo demasiado corto que obliga a termina la formación en ambiente extra – uterino;
              una niñez hiper –prolongada;
              una aportación energética desmesurada;
              una atención materna súper prolongada y exigente que, indirectamente, busca apoyo en hembras no fértiles y muchas cuestiones más. Toda esta inversión no se sostiene si no obtiene los rendimientos adecuados.
Vistos los puntos más importantes de las exigencias anatómicas, pasemos a la relación que se puede establecer entre las dinámicas y exigencias del grupo y la aparición de esa moralidad elevada. El grupo, para todos los primates antropomórficos –excepto al orangután y con matices – significa supervivencia, protección y capacidad reproductiva. El grupo domina un terreno que asegura nutrientes; el grupo permite desarrollar aprendizajes, habilidades y asentar culturas propias; el grupo aporta apoyo y se coloca como el más valioso elemento de protección. Todo individuo se supedita, sea del sexo que sea, a la supervivencia del grupo como súper organismo y esa supeditación conlleva, de manera automática, la consolidación de las conductas encaminadas a la consecución de ese fin.
Solidaridad, generosidad, heroísmo, sacrificio, fidelidad, deber...¿no son todas conductas que favorecen la supervivencia del otro /grupo en detrimento de la supervivencia del individuo? ¿Acaso es tan complicado darse cuenta de que lo que somos hoy es producto de la consolidación de estrategias colectivas probadas y afinadas durante milenios? ¿Tanto molesta aceptarse como producto de las leyes que rigen la naturaleza en todos sus aspectos? ¿Por qué esa obsesión de separar la evolución anatómica de la evolución etológica/conductual?
Pienso, de verdad, que aceptar la realidad de nuestra especie y de nosotros mismos como individuos no significa aceptar ninguna pérdida, pero que recurrir a explicaciones mágicas y supersticiosas si es minusvalorarnos, tanto como especie como en lo que afecta a nuestra valoración individual.
Hace unos meses era Benito XVI en que decía que el verdadero teólogo es el que sabe aceptar sus limitaciones. Afirmaciones como esa son las que han pretendido, desde siempre, paralizar el desarrollo de la ciencia y el avance del conocimiento. Acepta que no sabes nada y que es mejor no saber, no intentarlo y esperar a que alguien, cuando mueras, te lo cuente todo. ¡Y una leche, Bergareche! La evolución de nuestra especie nos exige y nos determina: nos impulsa a saber y conocer; a dominar y predecir el medio ambiente para saber de migraciones y estaciones de recolección y ese es un destino natural que algunos aceptamos y otros niegan, pero ese es su problema.
La evolución nos dotó de un cerebro capaz de mucho, pero el proceso no se ha detenido y sigue mejorando la herramienta con la que, seguro, conseguiremos conocer las leyes naturales que rigen la materia. Es sólo cuestión de tiempo, por mucho que los agoreros digan que jamás se conseguirá, aunque eso siempre ha pasado y los buenos nunca les ha hecho caso. Por fortuna.

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