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jueves, 28 de marzo de 2013

Con la marea del día


La verdadera celebración de la Pascua

La entrada de hoy ha nacido orientada hacia la plasticidad y la hipocresía con la que la Iglesia se ha ido apropiando de otras celebraciones paganas, de cómo las fiestas han ido cambiando de dueño mientras el motivo de la celebración ha permanecido anidado en las raíces de la fiesta. En esa primera idea han aparecido Isthar, diosa asiria del amor, la guerra, la fertilidad y el sexo como primer origen de la palabra inglesa “easter” Pascua y de allí me he ido a Eostre, diosa germánica del amanecer y de la primavera de la que se apodera el monje benedictino Beda el Venerable para denominar a la Pascua.

Luego se me han cruzado dos o tres intervenciones de amigos en Facebook con el tema del ordenamiento social, la justicia, la convivencia y el futuro del género humano mientras fuera, allí donde mis perros corren y son felices, se llevaba a cabo la celebración de la vida y la lucha entre el sol y el invierno; entre la muerte eterna y la vida, efímera y violenta.


Y la conclusión es que la verdad estaba fuera; allí donde los vientos y las nubes conforman el paisaje y el drama eterno en el que el hombre no juega ningún papel, la obra en la que apenas contamos. La mañana ha explotado entre nubes, soles y montañas; chaparrones lejanos y charcas buscando ser arroyo; ha explotado con olores y colores nuevos que celebran la renovación de la vida por encima de los significados, motivos y razones que podamos atribuir los humanos a ese proceso siempre renovado.

El mundo ES; el universo ES y esa existencia no necesita de causa ni razón alguna por mucho que nosotros queramos colocarnos en el centro de su razón existencial. Esta mañana, mientras unos amigos nos entregábamos al placer de intercambiar opiniones diversas; mientras un enorme colectivo de creyentes busca la resurrección de la vida que se produce cada primavera y la busca en el signo de la muerte más cruel que ha inventado el ser humano, el planeta se nos muestra indemne, espléndido en su grandeza de organismo vivo cuyo ritmo no es el nuestro y que seguirá, inmutable, tras el sucio paso de nuestra especie por su superficie.

Huevo, conejo, serpiente o cruz, la naturaleza se recrea a si misma sin importarle lo que nosotros hagamos. Sic transit gloria mundi.

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